PUBLICACIONES

El bien común

Escrito por Mtra. Lucila Servitje Montull

Publicado: 22 de marzo de 2019

Descargar en PDF

Regresar a Publicaciones

Antes que nada, quiero agradecer de a la Dirección para la Formación Integral de la Universidad Iberoamericana, a los patrocinadores de este Seminario Internacional Thizy por el bien común; y en especial a Mónica Chávez, por esta oportunidad. Es una gran alegría ser invitada a hablar de algo que ha motivado la propia vida; la idea de un bien común ha estado presente a lo largo de mi vida personal y profesional; a veces en el trasfondo y a veces abiertamente explícita. He de reconocer que, con más frecuencia, sólo como una esperanza aun no realizada.

Las preguntas que el Seminario se plantea y que señala en el cartel que lo anuncia, me parecen una excelente guía para estructurar algunas cosas que se pueden decir del bien común:

1. ¿Qué es el bien común?

El bien común en el pensamiento social cristiano

Del bien común se ha hablado en varios campos del estudio y del saber humano, como son, por ejemplo, la filosofía, el derecho, sociología, la política, el derecho.

En mi propio ámbito de trabajo y vocación: el de la teología y, dentro de ella, el Pensamiento Social Cristiano, es considerado uno de los cuatro principios permanentes y puntos de apoyo de su enseñanza. Es el segundo que se menciona, inmediatamente después del de la dignidad de la persona humana; porque precisamente, es de la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas de donde se deriva la evidente necesidad de un principio de bien común. Los dos principios que le siguen, el de subsidiaridad y el de solidaridad, son, precisamente, las actitudes personales y sociales que precisa dicho bien común.

Me parece muy importante precisar, desde este momento introductorio y para todo lo que plantearé en delante, que, para el pensamiento social cristiano, dentro del principio de bien común, cobra especial relevancia, y así lo indican los textos magisteriales, el criterio del destino universal de los bienes. Menciono, a continuación, algunos pasajes de diversos textos magisteriales:

“Dios ha destinado la tierra y cuanto en ella contiene para uso de todos los seres humanos y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia inseparable de la caridad” (Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et Spes, 69). “Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno.” (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 31) “Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello están subordinados: no deben estorbar, antes, al contrario, facilitar su realización, y es un deber grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera” (Populorum progressio, 22).

Se trata, también cito: del “primer principio de todo el ordenamiento ético-social.” (Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19). Se trata, ante todo, de un derecho natural, inscrito en la naturaleza del ser humano, y no sólo de un derecho positivo, ligado a la contingencia histórica; además esté derecho es “originario”. (Cfr. Pío XII, Radio mensaje por el 50 aniversario de la “Rerum novarum”). Es inherente a la persona concreta, a toda persona, y es prioritario, respecto a cualquier intervención humana sobre los bienes, a cualquier ordenamiento jurídico de los mismos, a cualquier sistema y método socio económico. De hecho, la finalidad del Estado no es otra que «hacer accesibles a las personas los bienes necesarios para gozar de una vida auténticamente humana.”

Como podemos ver, los documentos le llaman también ‘principio’, si bien no se trata de un quinto principio permanente, sino de uno que está “implicado” en el más abarcador que es el de bien común.

Este bien común es, obviamente, mucho más que todos los bienes concretos. Diversos documentos del magisterio eclesial coinciden en la definición bien común. La más clara y explícita, que se encuentra, casi con las mismas palabras en otras dos encíclicas (Mater et magistra 53 y Pacem in terris 58), es la del Concilio Vaticano II, en su Constitución pastoral Gaudium et spes, no 26: “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones, y a cada una de las personas que pertenecen a ellas, el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”.

El bien común es una noción que remite a la salvaguarda de los derechos fundamentales de cada persona. El Papa Francisco usa esta noción en su encíclica Laudato si como el criterio ético necesario para garantizar actualmente la paz social, la estabilidad política y la preservación del medio ambiente (LS 178) porque "el bien común presupone el respeto de la persona humana en cuanto tal, con derechos fundamentales e inalienables, ordenados a su desarrollo integral" (LS 157). Se basa en lo que Juan XXIII había proclamado en Pacem in Terris: "el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que son universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto” (Pacem in Terris, 9.).

1.2 El bien común en las disciplinas humanas

Sabemos que no ha sido sólo dentro de la tradición cristiana que se habla del bien común. Este concepto ya fue importante en la filosofía de Aristóteles, para quien "el fin de la ciudad era el vivir bien". En la Edad Media, Tomás de Aquino, precisó que no se trata de un valor para el gozo de algunos seres privilegiados, pues "su fin no es otro que el desarrollo del mismo ser humano en cuanto tal". Más recientemente, Paul Ricoeur sostuvo que la finalidad del bien común es la de proveer una "vida buena con y para los otros, pero en medio de instituciones justas". Hinkelammert, parafraseando a los militantes zapatistas, lo plantea en los términos de “una sociedad en la que quepan todos”.

También últimamente, el pensamiento feminista subraya: “la consecución del buen vivir” que significa “lograr que las cosas sucedan para el bien de los más posibles: seres humanos y entorno ambiental; y se caracteriza por ser colectivo-comunitario”. Lo asocian a “un poder compartido, holístico, participativo y reconocido en la mutualidad por el bienestar conseguido para el grupo”.

1.3 Cuestionamientos al concepto de bien común

La idea de bien común ha tenido sus detractores. La mayoría de las críticas plantean que, en los supuestos fundamentales, sus concepciones son de carácter armonista y neutral o bien nivelador respecto a ciertos intereses. De manera que, o bien niegan la existencia de conflictos esenciales entre intereses en la sociedad, o tratan de superarlos. Consideran que, en la práctica, tienen la función de ocultar la dominación que ejerce, o pretende ejercer, una parte de la sociedad, al declarar que los intereses particulares de ese sector son idénticos al bien común.

Platón sospecha que lo justo siempre es idéntico al interés del más fuerte y que es propio de quienes dominan acomodar su idea de justicia. Tanto Marx como sus seguidores, retoman esta sospecha y la dirigen contra las concepciones de bien común liberales que pretenden un equilibrio. La dificultad fundamental estriba en que, en las relaciones sociales determinadas por intereses de clase antagónicos, el bien común exprese siempre el interés de la respectiva clase dominante y el peligro de que se utilice para justificar un dominio totalitario en nombre del bien común.

Estas sospechas me parecen importantes: bajo el buen nombre de “bien común”, podemos estar ocultando nuestras muy particulares conveniencias y la tentación de imponerlas a otros y otras, “por su propio bien”. De manera que nuestra búsqueda del bien común, conllevará siempre la necesidad de continuo examen y autocrítica. Un criterio básico puede ser aquel que señala que “mi bien y el de otra persona, no pueden ser opuestos”.

1.4 Bien común, justicia y derechos

Las definiciones y críticas mencionadas nos hacen ver con mayor claridad por qué el bien común no es sencillamente la suma de los bienes particulares de cada sujeto de un cuerpo social. Ciertamente que el bien común es en primer lugar la justicia que garantiza para todas las personas, por lo menos ciertos derechos mínimos a los medios de subsistencia y de seguridad -derecho a la vida-, a la libertad -el derecho a la resistencia a la esclavitud, a la servidumbre, a las ocupaciones forzadas- y a la propiedad personal, así como a la igualdad que se expresa mediante las reglas de básicas la justicia; por ejemplo: la exigencia de que casos similares sean tratados de manera similar. Hablamos así de derechos humanos entendidos como lo que debemos, en cuanto somos seres humanos, a los otros seres humanos que son fundamentalmente semejantes a nosotros.

1.5 Bien común, dinámica de interacciones

Pero, como el bien común es de todas las personas y de cada persona, nunca será propio o privado porque es indivisible y porque solamente se alcanza, se acrecienta y se cuida , como dice una de las definiciones arriba mencionadas, de manera colectivo-comunitaria: es decir, entre todas y todos. Tiene más que ver, por lo tanto, con la creación de condiciones que hacen posible la realización de esa justicia básica y de esos derechos fundamentales, que con el logro particular de tal o cual reivindicación o derecho. De manera que no son tanto, acciones individuales, sino interacciones, acciones entre varias personas.

Por ello se trata, también, de algo dinámico. El bien común es, ante todo, una esperanza. Apunta a un horizonte de futuro. Pero tampoco puede ser una utopía. Parte de un realismo moral, anclado el reconocimiento entre personas que se encuentran en la interacción y la convivencia: realismo que surge de una apuesta, de una opción por la vida.

De esta manera, la búsqueda del bien común genera un compromiso con acciones y formas de vida que se vuelven indispensables para que existan normas efectivas de convivencia, sabiendo que serán siempre imperfectas. Así es que, aunque no podemos esperar alcanzar a verlo realizado, ya vemos ciertos logros —en proyectos sociales, económicos, culturales y políticos concretos —, estos no pueden ser concebidos como la posesión del bien común. Sólo son referencia a éste, que se sitúa “más allá” de los límites de lo posible, “marcando” así cuál será el horizonte de la realización humana.

Esta es, a mi entender, la respuesta a aquellas sospechas al bien común arriba mencionadas: Tanto los utilitaristas, como los abanderados de la muerte de las utopías terminan exigiendo sacrificios absolutos en los altares del mercado o del Estado. Pero una praxis realista, de quienes luchan por la dignidad de la persona humanas, no está sometida al mero cálculo de logros concretos, ni a las instituciones opresivas y a los mecanicismos excluyentes. No es, por lo tanto, un reconocimiento de la plenitud que ya tenemos o que se nos presenta como algo inminente o realizable, sino de nuestra condición de seres precarios y finitos que hacemos nuestra vida en tensión hacia la plenitud. El bien común necesita expresarse desde la lógica de lo nuevo.

2. ¿Quiénes construyen el bien común?

Por lo que hemos visto más arriba, el bien común es tarea de toda persona en sociedad. Es vocación humana. El bien común es resultado de una innumerable multitud de personas desconocidas que, día a día, contribuyen a ese “buen vivir, juntos, en instituciones justas” que menciona Paul Ricoeur. No sólo todas las personas esta mos llamadas a realizarlo, sino que todas las personas queremos el bien común.

Pero, mientras que muchas personas sí logran contribuir eficazmente al bien común, también es cierto que en un sinnúmero de ellas el bien común se queda solamente en el nivel de los deseos y aspiraciones y que, en algunas, este deseo se ha distorsionado o ha sido ahogado en medio de una complejísima conflictividad vital. Preguntarnos quiénes construyen el bien común, lleva a preguntarnos, como Pablo de Tarso: ¿Por qué no hacemos el bien que buscamos y, en cambio, hacemos el mal que no queremos? (Rm 7, 19-25).

Si el bien común se deriva, como veíamos más arriba, del reconocimiento de la dignidad de toda persona humana, y se efectúa por la mediación de los principios de solidaridad y subsidiariedad ¿No podremos descartar, de entrada, a todas aquellas que no parecen respetar para nada la dignidad de otras? ¡Abundan los ejemplos, en la vida pública y nuestras vidas privadas! ¿Lo mismo podríamos decir de quienes se muestran impositivas, dominadoras, insolidarias, incluso crueles y criminales? ¿No podríamos, por lo tanto, empezar a trazar una línea y poner a todas ellas del lado de quienes no construyen el bien común?

Pero la experiencia muestra que esa línea no es tan fácil de trazar: incluso aquellas personas que abiertamente hacen daño, o nosotros mismos, cuando lo hacemos, no sólo no podemos juzgar a ciencia cierta, de nuestras intenciones -“de lo interno, ¡ni la iglesia juzga!” dice la tradición eclesial-, sino que ese mismo daño, por la conciencia que despierta, por el contraste que propicia, junto con la inevitable destrucción, dolor y muerte que acarrea -y que no vamos a negar-, sirve también para construir el bien común.

Quizás, entonces, el bien común no se construya sólo con personas ejemplares, perfectas, sino con las interacciones de personas limitadas, que ven y no ven, que aspiran y no alcanzan, que se equivocan. Sin embargo, juega un papel primordial, la capacidad de reconocerlo, de rectificar en la medida de lo posible. Volvemos entonces, a la necesidad permanente de crítica y autocrítica ya arriba señalada, como un requisito indispensable en la construcción del bien común.

Junto con ella, y construida gracias a ella, está la presencia de una visión. La visión requiere, a la vez, la capacidad de soñar, de imaginar mundos posibles y la capacidad de ver y sentir la realidad sin miedo ni engaño alguno. Esto último, a su vez, está íntimamente relacionado con lo que también ya vimos: que el bien común no son visiones y acciones personales, sino interacciones, visiones compartidas, creadas y compartidas en comunidades de diálogo y acción. En esto consiste la vocación profética.

Esta vocación implica la dimensión testimonial, o martirial. El bien común pide, necesariamente, valentía y fidelidad a esa ‘verdad mayor’ que señalan las visiones y convicciones. La palabra “mártir” quiere decir testigo: mártir no es necesariamente a quien sufre persecución, tormento y muerte por una causa -aunque esto suceda con frecuencia- pero sí, necesariamente quien se atreve a atestiguar y asumir las consecuencias que ello conlleva. Los testimonios, a lo largo de la historia, son innumerables.

De manera que el bien común es realizado por personas de la historia, personas reales, personas esperanzadas, claramente en referencia a ese “más allá” de los límites de lo posible. Personas “marcando” el horizonte de la realización humana, en tensión hacia la plenitud, apostando por ello, incluso con la propia vida.

Ciertamente personas ejemplares. Pero con la claridad y esperanza de saber que algo de ellas hay en prácticamente todas las personas que pueblan y han poblado el mundo. Si nosotros, personas no tan ejemplares, somos capaces de reconocerlas, es porque en algún resquicio, poseemos -y con suerte hemos llegado a ejercer- algunas de esas potencialidades. El bien común se ha ido construyendo a lo largo de la historia, con lo mejor de la humanidad, que está y ha estado en todas y todos.

¿Cuál es la responsabilidad personal en el bien común?

Si todas las personas tenemos potencial para el bien común, si, de alguna manera, somos capaces de reconocerlo o de intuirlo –aunque a veces sólo sea “en negativo” o por contraste-, todas las personas estamos llamadas a realizarlo, por precario que pueda ser el alcance de nuestra interacción.

Pero también es cierto que nacemos en un mundo donde ya hay ciertas condiciones de bien y de mal común. Esto último se entiende mejor en términos de mal estructural. Si consideramos que el mal estructural puede ser visto como la antítesis del bien común, podemos echar mano de quienes han reflexionado sobre la responsabilidad ante el mal estructural. Su reflexión nos señala que vivimos en medio de diversas estructuras sociales; que estas estructuras no pueden ser responsables, que no “actúan”, pues no son sujetos, pero, dentro de ellas, los sujetos son responsables. La responsabilidad asume tres facetas: 1) Ante el pasado, nuestra responsabilidad es asumida como culpa: como el reconocimiento de haber realizado una acción o participado en una situación generadora de daño efectivo. 2) Ante el presente, nuestra responsabilidad toma la forma de implicación: formar parte de una colectividad racista, consumista, insensible. 3) Ante el futuro, se trata de posibilidades y de decisiones: por ejemplo quedarse a trabajar en una institución armamentista o que genera enfermedades, contaminación, etc. De manera que la responsabilidad ante el pasado es la de reconocer y asumir; en el presente es la de tomar en cuenta, juzgar, evaluar, y para el futuro denunciar, imaginar, planear, proponer y exigir, medir el riesgo y optar.

Podemos apreciar así, el carácter relacional de nuestra responsabilidad. Lo que he presentado a nivel interpersonal, cobra un especial relieve en el plano amplio de lo social. La responsabilidad en la interacción, llama a la creación de instancias estables y duraderas y que hagan posible ese “vivir bien juntos, en instituciones justas” que hemos citado de Ricoeur. El bien común se realiza, por medio de las instituciones, desde las más sencillas, como puede ser la rutina de cuidado de un niño, una niña; o el mismo lenguaje, los rituales cotidianos, la educación del día a día. A través de la participación en un grupo con un interés determinado, la filiación a un sindicato, un partido, el trabajo en una empresa o un hospital; la responsabilidad personal se hace social.

Cabe mencionar que este decir todas las personas, incluye, por lo tanto, aquellas con deficiencias mentales (no profundas) y, si bien, no a las recién nacidas, sí a los niños y niñas, incluso en edad preescolar. Esta convicción puede ser un elemento clave de nuestra interacción: relacionarse con el otro, la otra, como alguien a quien se le reconoce y de quien se espera la posibilidad de responsabilizarse, de comprometerse, la hará crecer con dos poderosas certezas gravadas en el meollo de su ser: “puedo” y “estoy siendo llamada, llamado a…”

Allí está entonces el inicio de esa responsabilidad personal: considerarse a una misma, persona capacitada y persona llamada. En la tradición cristiana, a esto se le llama gracia y vocación, don y tarea. El humanismo también lo reconoce, con palabras como empoderamiento y misión. Como hemos dicho que se trata de interacción, esa capacitación, no viene de la persona, es don, es regalo, es fruto mismo de la interacción y la primera tarea, es la de, a mi vez, regalar esta capacidad y está llamada a las personas con quienes interactúo.

En esto consiste, precisamente, la subsidiaridad. Si la solidaridad es esa salida, claramente expresada en la universal regla de oro: “no hagas a nadie, lo que no quieras que te hagan a ti”, que debería más bien enunciarse en positivo: “haz por otras personas lo que quisieras que hicieran por ti”; la regla de oro de la subsidiariedad se podría enunciar así: “no hagas por otra persona, lo que ella es capaz de hacer” o en positivo: “regálale a la otra persona la alegría de saber que lo puede hacer y de que ha sido invitada a ello”.

¿Qué acciones favorecen el bien común?

La mayoría de las situaciones que conocemos a diario por las noticias, muchos episodios vividos en carne propia, todo lo que vamos aprendiendo de los sucesos de la historia, nos hacen reconocer que, evidentemente, no todas las acciones, no cualquier acción que hacemos los seres humanos, ni cualquier forma de interacción entre nosotros, favorece el bien común. De manera que, si buscamos el bien común, tenemos que desarrollar la sensibilidad, la capacidad crítica, la creatividad y el ánimo pro-activo. Estas propuestas o actividades, se asemejan, en cierta manera, a los tres pasos del método de la enseñanza social cristiana: ver, juzgar y actuar; que también puede enunciarse, en términos más modernos, como vivir la experiencia, interpretar y transformar. Pero, siendo necesarias, no son suficientes para favorecer el bien común.

Aquellos pasos sirven para cualquier tipo de logro. Pero el bien común, como hemos dicho, no es un logro, ni una acción. Son interacciones, esto es: acciones realizadas con las personas, para las personas -incluyéndonos a nosotras mismas- y desde lo que recibimos de las personas. Vimos también que el bien común es esperanza, por lo que las acciones que lo favorecen, precisan, por un lado, el conocimiento realista y crítico, pero también de una visión, de la capacidad de imaginar futuros posibles.

Cualquier visión de bien común, retomando lo que se dijo al principio, implica justicia. Por un lado, un deseo firme, quizás incluso, pasión por la justicia y, por otro, una idea cada vez más precisa de cómo se logra la justicia.

Por ello, necesitamos recordar lo que se dijo al inicio sobre el destino universal de los bienes. Podemos distinguir, al menos cuatro tipos de bienes: 1) los bienes de la naturaleza, fuente de nuestro sustento y origen último de todo implemento que podamos necesitar; 2) La organización de la producción, circulación, acceso y consumo de esos bienes; 3) La organización social: los acuerdos, la coordinación de las actividades 4) El saber humano desarrollado a lo largo de los tiempos, tanto el local, como el nacional y el universal. El bien común nos pide encontrar las maneras como esos bienes puedan llegar en verdad a su destino, que son todas las personas de hoy de mañana. Esto implica, en primer lugar, discernir la manera adecuada de hacerlos surgir, o crecer, de cuidarlos, de utilizarlos para sus fines. Así se podrá alcanzar esa buena vida, para todas y todos, en la que una adecuada organización nos ayude a que, entre todas y todas, alcance para todas y todos.